Llevaba toda la mañana intentando localizar a su abuelo.
Quería haber ido a verle hacía días, pero con los exámenes tan cercanos no sacaba tiempo.
Las lágrimas corrían por sus mejillas desbocadas… el agua salada, cristalina, caía sin permiso en la carta que su abuelo había escrito enturbiando algunas de las palabras allí plasmadas… violando los sentimientos allí heredados.
Miró a su abuelo y con un grito de dolor arrugo la carta entre sus manos queriendo fundirla con su alma para que esa carta desapareciera en la nada. Se arrodillo clavando sus rodillas en el suelo con tal fuerza que el suelo tembló y dejó caer la mochila que aún llevaba colgada de sus hombros. “¿Por qué abuelo? ¿Por qué?” balbuceaba mientras su cara corrompida por los sentimientos dejaba que su boca se abriera de manera inhumana guiada por las ansias de llorar y maldecir a ese viejo que yacía muerto en la mecedora.
Apoyó su cabeza en las rodillas aún calientes de su abuelo mientras la carta aún la tenía entre las manos. La miro y miro a su abuelo, haciendo movimientos negativos con su joven e inexperta cabeza sin entender porque su abuelo había hecho aquello.
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Llovía y hacía frio. Estaba en el cementerio. Hoy era el entierro.
Abrieron el nicho donde su abuela estaba. Habían pasado tantos años desde su muerte que el ataúd donde ella yacía era un puñado de madera vieja y astillas que envolvían un montón de huesos. Los enterradores, cogieron los restos de su abuela, incluidos los del ataúd viejo y los metieron en una bolsa de plástico. Nunca había estado en un entierro en el que metían unos restos dentro de un reciente ataúd. No pudo más que mirar hacia otro lado y seguir llorando a la vez que maldecía.
Las palabras que su abuelo les dedicó en sus últimos momentos no hacían más que venírsele a la cabeza una y otra vez “no logro dormir por las noches ni vivir los días porque la falta que ella me hace es aún más importante que el aire que respiro”.
No pudo más y echó a correr por los caminos custodiados por cipreses centenarios mientras que el único sonido que oía era su propio llanto. Por fin paró agotado y se sentó en un banco de piedra blanco mojado por la lluvia que aún caía. Miro al frente y descubrió la vista que tenía de cientos, miles de nichos tan bien ordenados que daban escalofríos no por el hecho de lo que en ellos se guardaba sino lo que el que estuvieran allí entrañaba.
Dejó de llover y una pequeña brisa comenzó a bailar con los cipreses oyéndose un sonido tranquilizante… conmovedor. Era como si aquellos sabios centenarios empapados de tantos sentimientos diferentes le cantaran una nana para que se calmara. Descolgó su mochila de la espalda (no sabía porque pero siempre la llevaba consigo), rebusco y encontró el cuaderno de matemáticas. Cogió el estuche, saco un lápiz color rojo y comenzó a escribir.
“No sé si te odio o te quiero aún más por lo que hiciste. Que me hayas privado de ti, de tu sonrisa, de tus historias únicas que nunca me aburría de escuchar hace que en mí crezca un sentimiento de odio que jamás había sentido antes.
Sé que has hecho tu voluntad. Pero también sé que con tu partida has logrado que odie a todo lo que para mí representabas. Me siento engañado, estafado por ti y por el amor que decías me tenías.
Durante estos dos días, no he logrado dormir ni comer intentando comprender el porqué de tu marcha y de cómo lo has hecho.
Cada vez que recuerdo cuando entre en el salón y creía que dormías plácidamente mientras te besaba la frente y subía la manta de tus rodillas para que no pasaras frío… cuando ya lo estabas. Cuando pienso en ese sobre y todo lo que allí contabas, me invade un sentimiento de rabia y por el contrario… de orgullo.
No te creo cobarde abuelo, no te vayas con esa pena. Sé certeramente que eres valiente, muy valiente por todo a lo que has renunciado sabiendo además que nos hacías daño por alcanzar aquello que te hacía falta. Ve… vayas donde vayas con la cabeza bien alta. Siéntete orgulloso de tu paso por el camino de esta vida sabiendo que tú has logrado elegir tu destino. Eres muy afortunado.
Perdóname que te haya maldecido y odiado… perdóname abuelo, pero comprende que con dieciséis años que tengo hay cosas que se escapan a mi razón y yo solo pensaba en mí, al saber que no iba a poder ir contigo nunca más de pesca, que jamás volvería a escuchar una de tus historias de la guerra ni de cómo conociste a la abuela.
Tengo que darte las gracias, porque incluso en tu partida me has dado una gran lección. Ahora sé que he sido no solo afortunado de haberte conocido
, sino de que hubieses sido mi abuelo y que con tu último suspiro me enseñaras que la vida no es solo vivirla si no saber hacerlo y tú abuelo, una vez más, me has demostrado que el amor sigue más allá de la muerte y que aunque no te vuelva a ver, las marcas que has dejado en mi alma harán que siempre vivas en mí.
Imagino lo difícil que ha debido ser para ti esta decisión. Imagino lo costosa que debió ser sabiendo lo que dejabas… sabiendo que no te comprenderíamos. Mis padres no entienden. Los tíos no comprenden y mis primos… solo lloran. Pero sé que un día lo comprenderán. Sé que un día miraran tu foto y dirán “ese es mi padre… mi abuelo… y tuvo el coraje de seguir sus sueños más allá de la muerte".
Te amo abuelo, incluso más que hace unos días… por la falta que ahora sé que me haces… por el orgullo que siento cuando dicen que me parezco a ti… por saber que gracias a ti, soy como tu”.
Miró por un momento lo que había escrito. Arrancó la hoja del cuaderno, la doblo en varias partes y la mantuvo entre sus manos mientras contemplaba el desolador paisaje.
Se levantó tirando al suelo el cuaderno y lápiz que en sus rodillas reposaban y corrió de nuevo por los caminos del cementerio buscando algún llanto que le indicara dónde se encontraba su abuelo.
Corrió y corrió dejando esquinas de nichos y panteones a sus espaldas, hasta que de repente paró y descubrió que había llegado a donde nunca debía haberse marchado.
No quedaba nadie.
Coronas y ramos de flores con cintas escritas con palabras absurdas por evidentes tapaban donde había sido enterrado su abuelo.
Aún tenía la hoja de papel arrugada en sus manos. La miró y miró el jardín de flores destinadas a morir. Alargó uno de sus brazos y colocó el papel corrompido por los sentimientos debajo de uno de los jarrones que suspendía del lateral del nicho.
“Abuelo, gracias por enseñarme lo que es vivir la vida”.
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